<>
Índice

Complaciendo a Baba

Complaciendo a Baba

Complaciendo a Baba

A veces, cuando las personas nos oyen hablar de cuando vivíamos con Meher Baba nos expresan su asombro porque pudimos haber aguantado todas esas duras pruebas. Pero solamente ahora, al recordarlo, podemos decir: “Sí, aquella fue una dura prueba”, pues en esa época no nos parecía así. Estábamos demasiado ocupados viviendo simplemente nuestra vida como para saber si eso era o no una dura prueba. No pensábamos en esos términos.

Por supuesto, yo no puedo hablar por todos. Había algunos que sin duda se acercaban a Baba porque querían Realizar a Dios, o querían poderes o cosas así, e invariablemente descubrían que vivir con Baba era una dura prueba. Como eso no les gustaba, entonces tarde o temprano se iban. Pero miren esto: aquellos de nosotros a los que Baba nos permitía vivir con él, no nos acercábamos por nada, sólo acudíamos por Baba.

Cuando Baba nos decía que hiciéramos algo, no nos deteníamos a imaginar qué íbamos a conseguir de eso: simplemente lo hacíamos. No estábamos allí para conseguir nada sino simplemente para tratar de complacer a Baba. Esa era la clave para nosotros. Tratábamos de ver lo que complacía a Baba. Esto significaba no sólo hacer cuanto él nos decía sino también tratar de anticiparnos a lo que él necesitaba, lo cual era más importante.

E invariablemente, cuando estoy hablando sobre esto, alguien me preguntará: “Está bien, ¿pero ustedes alguna vez llegaron a complacer a Baba?” Y esto me hace acordar a una anécdota graciosa. Una vez éramos cuatro o cinco los que viajábamos con Baba –debió haber sido un viaje en busca de masts– y al caer la tarde llegamos a un dak y nos encontramos con que estaba completamente ocupado. Sin embargo, el gerente nos conocía pues habíamos estado ahí en otras oportunidades y por eso me dijo: 

–No puedo darles habitaciones, pero pueden darme todo su equipaje, lo guardaré bajo llave para que esté seguro, y ustedes podrán dormir aquí en el patio.

Ya habíamos dormido a la intemperie suficientes veces como para que esto no resultara una dura prueba, y fuimos a explicarle a Baba lo que el gerente nos había sugerido. Baba pensó que era una buena idea, de modo que tendí la colchoneta de Baba fuera del edificio y puse la mía a su lado para poder estar cerca de Baba en caso de que él quisiera algo durante la noche. Los demás mándalis pusieron sus colchonetas a cierta distancia para que sus ronquidos no molestaran a Baba. 

Ya había oscurecido y, como era habitual durante nuestros viajes, todos estábamos extenuados, y todos se acostaron pronto para dormir mientras que yo me senté en mi colchoneta montando guardia. Estando ahí sentado vi en el cielo un cometa. Su cola era larga y se desplazaba muy lentamente cruzando el cielo. Eso me fascinó y esto fue lo primero que pensé: “¡Oh, a Baba le encantaría ver esto!”. Pero Baba estaba profundamente dormido. Me quedé ahí sentado mirando el cometa y pensando cuánto lo disfrutaría Baba. Al final le dije suavemente: 

–Baba, Baba, Baba.

Baba se incorporó gesticulando:

–¿Qué pasa?

–Hay un cometa, Baba –le dije muy emocionado, y se lo señalé en el cielo. Baba giró la cabeza, miró al cometa durante una fracción de segundo y luego se acostó de inmediato y entonces se tapó la cabeza con la manta con un gesto tajante, como si dijera: “¿Qué hay que ver en eso?”. Todavía recuerdo cómo Baba volvió a tirar de la cobija cuando volvió a dormirse: como si solamente un idiota lo hubiera despertado para mirar el cometa.

Pero nosotros complacíamos a Baba de vez en cuando. Me acuerdo de que una vez, unos años después, Baba me había indicado que hiciera un trabajo. Había una familia de amantes de Baba que vivía a unas dos horas de donde estábamos con él. Había habido una disputa familiar y Baba me envió para que, al mismo tiempo, intentara concretar una reconciliación y consiguiera que varios miembros de la familia aceptaran ciertas condiciones que él había dispuesto. En realidad Baba quería que yo les hiciera firmar de puño y letra un contrato que él había redactado.

Yo sabía que esta sería una cosa difícil y que demoraría mucho, pues las disputas familiares son siempre complicadas y se necesita mucha paciencia para resolverlas. Cuando me iba, Baba me repitió varias veces que yo debería asegurarme de regresar esa tarde a las seis.

Llegué a la casa de la familia a las ocho de la mañana, reuní a todos e inmediatamente empecé a tratar de resolver las cosas discutiéndolas a fondo. Avanzamos muy lentamente, tal como yo lo había esperado. Ya eran cerca de las cuatro de la tarde y sabía que debería irme pronto si tenía que estar a las seis en lo de Baba. Pero por un lado sabía que este trabajo especial era muy importante para Baba, y pensé que los asuntos se resolverían lentamente pero con seguridad. Entonces decidí quedarme.

Y por supuesto, aunque eso demoró otras dos horas, los miembros de la familia se pusieron de acuerdo en todo y poco antes de las seis firmaron los contratos que Baba quería. Mientras me volvía pedaleando me sentía muy feliz y sabía que Baba estaría satisfecho con el resultado del trabajo de ese día. Desde luego yo también sabía que iba a llegar tarde, pero pensé que eso no era tan importante comparado con conseguir las firmas que Baba quería. Era mejor llegar tarde con el trabajo cumplido a satisfacción de Baba que regresar a tiempo sin nada que mostrarle. Entonces, como les dije, mientras regresaba en bicicleta, estaba seguro de que Baba estaría muy feliz, y yo también lo estaba por haber logrado esto.

Pero cuando regresé me encontré con que Baba ya se había ido a dormir, y uno de los mándalis me dijo muy bruscamente que Baba estaba furioso conmigo: 

–¿No sabes que Baba te dijo que regresaras a las seis? ¿Qué te propones al volver tan tarde? Si no vas a obedecer a Baba eres un inútil. También podrías ir a comer mierda.

Al oír esto, fui a mi cuarto, me saqué la ropa transpirada y luego, sólo en calzoncillos, crucé el predio hasta donde estaba nuestro excusado. En aquellos días nuestra letrina consistía en una plataforma elevada con un agujero en ella. Debajo del agujero había un receptáculo de metal abierto en el que se depositaban nuestros excrementos. El receptáculo tenía una manija y el barrendero se inclinaba, la agarraba y deslizaba el receptáculo por debajo del excusado para vaciarlo, limpiarlo y volverlo a poner. Entonces entré en el excusado y empecé a inclinarme para alcanzar el receptáculo a través del agujero. Después de todo, si Baba había dejado dicho que yo debía comer mierda, me correspondía obedecerlo, de modo que me estaba inclinando para recoger un poco con un dedo cuando otro mándali me llamó: 

–Eruch, Baba quiere verte inmediatamente.

–Espera un momento –le dije–, primero tengo algo que hacer.

–No, ya mismo –replicó el otro mándali–. Baba dijo que dejaras todo lo que estuvieras haciendo y vinieras en seguida.

Y entonces fui a ver a Baba, quien de inmediato empezó a reprenderme por haber llegado tan tarde. Mientras Baba me reprendía, se disipó todo lo que yo había estado pensando mientras volvía en bicicleta, en el sentido de que merecería elogios por haber cumplido algo. Y yo no tenía nada que decir pues había quebrantado las órdenes de Baba. Él me había recordado personalmente que regresara a las seis y yo no lo había hecho.

Baba parecía estar muy enojado conmigo, pero al rato de haber estado ahí parado sin decir nada, me preguntó por qué había vuelto tan tarde, y entonces le expliqué cuán difíciles habían sido las negociaciones pero cómo, al final, había conseguido que todos aceptaran firmar los documentos que Baba me había dado. El rostro de Baba se iluminó. 

–¿Lo hiciste? –gesticuló. Y cuando le di los documentos firmados, Baba me palmeó la espalda, luego me abrazó y, en ese momento, supe que lo había complacido de verdad.

Pero vean cuán compasivo es Baba. Si él me hubiera felicitado por un trabajo bien hecho cuando originalmente hubiera regresado, lo habría aceptado meramente como algo que se me debía, como algo que yo merecía y había ganado. Esto no solamente habría fortalecido un acechante sentido de la autoimportancia sino que, por creer que yo merecía el elogio de Baba, dicho elogio se habría empañado al recibirlo. Todas las veces que Baba expresaba su satisfacción, siempre era claro que nos llegaba como un regalo que él nos hacía y que no se trataba de algo que nuestro comportamiento hubiera forzado.

Observen esto: a veces nuestro amor a Baba podía ser una carga para él. Queríamos ayudarlo y servirlo, y él nos permitía hacerlo. Pero piensen lo difícil que debía haber sido para él que, por ejemplo, tuviéramos que lavarle las manos. Uno sosteniendo el jabón y otro la toalla, como si Baba no fuera absolutamente capaz de lavarse las manos él solo. Él era capaz, pero se permitía esa molestia para que nosotros tuviéramos la oportunidad de creer que lo servíamos. Ésta era una de las maneras en la que nuestro amor resultaba una carga para él.

A veces había personas que porque sólo deseaban complacer a Baba le cantaban sin tener talento, voz ni oído para la música. Y Baba escuchaba esos chillidos con una sonrisa arrobada en su cara, meciéndose al compás de la música como si se tratara del sonido más delicioso de la Creación. Baba no estaba respondiendo a la voz del cantor sino al amor que inspiraba la canción. Baba respondía muy amorosamente expresando su deleite y su gozo, pues él era el esclavo del amor de quienes lo amaban (ustedes saben que Baba a menudo decía que él no es el esclavo de sus amantes; él es el Señor de quienes lo aman, pero es el esclavo del amor de quienes lo aman).

Aparentemente todos los días descubría una nueva manera en la que nuestro amor a Baba lo obligaba a sufrir. En el curso corriente de los acontecimientos, sabiendo esto, algunos de nosotros podríamos haber empezado a sospechar que cuando Baba expresaba Su satisfacción con nosotros, entonces también lo estaba haciendo en respuesta a nuestro deseo de complacerlo. Y eso habría sido un peso sobre nuestros corazones. Pero la satisfacción de Baba era siempre sencillamente un regalo cuando él nos lo daba. Teníamos siempre la sensación de que Baba estaba en verdad auténticamente satisfecho, y él siempre se encargaba de que supiéramos que no era en respuesta a nuestras necesidades que él estaba expresando su satisfacción.


Ira