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El secreto

El secreto

El secreto

Meher Baba nos decía frecuentemente que, donde está el fuego del verdadero amor, no se puede ver el humo. “La llama del amor interior ni siquiera da humo para que los demás lo vean. Cuando ustedes me aman, arden interiormente, pero se muestran joviales y muy sonrientes. Sufren con calma y en silencio las angustias de la separación. Incluso suspirar debido a las angustias de la separación es insultar al amor.”

Baba nos decía: “Cumplan todos sus deberes y aún podrán amar a Baba dedicándome todo lo bueno y todo lo malo. Así como ustedes visten sus cuerpos con ropa y después, durante el día, se olvidan de cómo están vestidos, de manera parecida vistan su alma con pensamientos sobre Baba, y entonces Baba estará todo el tiempo con ustedes, incluso sin que le presten más atención”.

La siguiente historia revela en alguna medida lo que caracteriza a este amor, este verdadero amor del que Baba estaba hablando. Se refiere a un rey y una reina que vivieron y gobernaron hace algunos siglos. Se amaban el uno al otro y eran felices juntos. El rey era un gobernante sabio y justo, y bajo su reinado su reino prosperó, y la paz y la prosperidad prevalecieron sobre la tierra. Los súbditos del rey estaban felices y contentos. En pocas palabras, la vida era casi idílica, pero con un defecto, había una pequeña cosa que le impedía a la reina ser completamente feliz. Y era que el rey parecía no interesarse en Dios. No se trataba de que estuviera contra Dios. No objetaba que sus súbditos o su esposa adoraran a Dios como lo consideraran adecuado, pero parecía que él nunca los acompañaba. 

No era notorio a simple vista que el rey no era creyente porque él era un hombre tan bueno y su vida parecía plenamente virtuosa. Pero, con el paso del tiempo, la reina notó que el rey siempre parecía tener una excusa para no asistir a las festividades religiosas. Y si bien ella comprendía que el carácter de las obligaciones de él le impedía asistir regularmente al culto como ella lo hacía, después de un tiempo se dio cuenta de que ella nunca lo había visto tributando una reverencia y nunca lo había oído pronunciar una breve plegaria. De hecho, nunca lo había oído mencionar el nombre del Señor.

Ahora bien, la reina era muy religiosa, y cuando empezó a sospechar que su esposo, el rey, no era devoto de Dios, se acongojó muchísimo. Hizo todo lo que pudo con el fin de persuadirlo para que la acompañara en sus devociones, pero por más que lo intentaba, él siempre encontraba una excusa para no acompañarla. Esto era lo único que estropeaba la felicidad de ella, pero con el paso del tiempo esta cuestión se volvió más y más grande. Y ella reflexionaba: “Mi esposo es un hombre bueno, su reino es pacífico y próspero, y sus súbditos son felices. Piensa cuán perfecta sería la vida si tan sólo él amara a Dios”. O a veces temía que, debido a que su esposo no amaba a Dios, podrían quitarles la paz y la prosperidad, y cuanto más pensaba en esto, más se acongojaba.

Ella empezó a perder interés en sus deberes como reina. Sobre lo que más reflexionaba era que su esposo no estaba amando a Dios como debería hacerlo. Comparado con esto, nada más le parecía importante. Empezó a pasar cada vez más tiempo en soledad, dentro del templo del palacio. Sus ojos, que en otros tiempos habían sido brillantes y encantadores, parecían ahora melancólicos y tristes. A su sonrisa alegre y constante la reemplazó un ceño fruncido. El rey observaba esto y estaba triste, pero todas las veces que le preguntaba a la reina qué sucedía, ella le decía: “Nada”, porque ya le había dicho al rey que le gustaría que él asistiera al culto, y él le había contestado: “Pídeme cualquier cosa, excepto eso”.

Y así prosiguió la vida, con el rey atendiendo sus obligaciones, y con la reina cada vez más abatida y encerrada en sí misma. Esto duró un tiempo hasta que un día el rey se despertó y fue hacia las murallas de su palacio. Esto era lo que acostumbraba a hacer. Se levantaba temprano, subía hasta las murallas y miraba su reino. Solía pensar que, desde allí, podía averiguar cómo estaba su reino. Por el solo hecho de pararse allí durante las primeras horas de la mañana había aprendido a decir si en el reino había alguna desdicha o algún dolor que necesitara remediarse. 

Bien, esa mañana, al mirar hacia fuera, se sorprendió al ver que eran muchas las personas que ya estaban despiertas y ocupadas poniendo adornos. Otros estaban limpiando las calles o sus hogares, y era evidente que tendría lugar cierta celebración importante. Esto lo dejó perplejo. No pudo pensar en ninguna festividad o celebración que tuviera lugar en esa época del año. Llamó a su primer ministro y le preguntó qué estaba sucediendo.

–Es orden de la reina, señor –replicó el primer ministro. 

–¿Orden de la reina?

–Sí, señor. Se levantó esta mañana temprano y ordenó que hoy fuese un día de festejos. Indicó que se les ordenara a todos vuestros súbditos que hoy es un día de celebración.

–¿Por qué lo hizo?

–No lo sé, señor. No me lo dijo.

Esto desconcertó al rey. Por supuesto, la reina estaba facultada para dar esa orden, pero como durante un tiempo se había desinteresado de los asuntos del reino, eso era un misterio total para el rey. ¿Por qué ella había dado súbitamente tal orden? Él fue a ver a la reina, quien lo saludó vestida con su mejor ropa y con una deslumbrante sonrisa en el rostro.

–¿Tú ordenaste esta celebración? –el rey le preguntó. 

–Sí –la reina lo admitió. 

–¿Por qué? ¿De qué se trata? ¿Qué sucedió que te hizo tan feliz tan repentinamente?

–¡Oh rey mío! –exclamó la reina–. ¡Estoy muy feliz! Al final se ha hecho realidad lo que he estado rogando todos estos años. Anoche, mientras tú dormías, me di vuelta y te oí pronunciar el nombre de Dios. Por ese motivo he ordenado esta celebración.

–¿Cómo es eso? –exclamó el rey–, ¡mi Amado se ha escapado de mi corazón y traspasó mis labios!

Y tras decir esto, el rey suspiró y cayó muerto.


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