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Ira

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Ira

¿Todos ustedes quieren saber qué dijo Baba sobre la ira? ¿Todos ustedes se enojan? Recuerdo que una vez un hombre se confesó con Baba diciéndole: 

–No sé qué hacer. A veces me enojo muchísimo y exploto de cólera.

Baba le transmitió esto: 

–¿Por qué te molesta tanto eso? Yo no quiero piedras alrededor mío, quiero seres humanos. Es natural que sientas ira. –Meher Baba continuó diciendo que, si bien es natural que un ser humano se encolerice, también es de esperar que un ser humano controle y no exprese la ira; ponerse hecho una fiera, agarrarse una rabieta y dar patadas no está bien. Si alguien te provoca, debes enfrentarlo para que no se aproveche de ti, pero enfrentar a la persona no significa que la golpees. Expresa la ira sin enojarte por dentro.

Esta diferenciación a veces puede ser difícil de entender, pero para hacérnoslas comprender cabalmente, Baba nos contó una historia muy buena. ¿Les gustaría escucharla?

Esta historia es de la época del Profeta Mahoma, quien tenía un discípulo llamado Alí. Alí era muy fuerte pero también muy irascible. Al comienzo, en la época de Mahoma sólo había unos pocos seguidores, pero eran muchos los que se oponían. Los fieles eran perseguidos por la mayoría que se burlaba de ellos y los ridiculizaba, pero en algunos casos hasta se abusaban de ellos.

Esto enfurecía a Alí y azotaba a cualquiera que abusara de quien creía en Mahoma. Con el paso del tiempo la persecución disminuyó porque todos temían la ira de Alí. Era bien sabido que nadie era tan fuerte como él, nadie era capaz de oponérsele físicamente, y si Alí llegaba a enterarse de que alguien había atacado a un creyente, él seguramente le daba una paliza al ofensor. Así fue que, debido a la fortaleza y valentía de Alí, llegó a ser más soportable la vida para la pequeña comunidad de creyentes. Pero al mismo tiempo el ego de Alí empezó a engreírse. Empezó a enorgullecerse de su gran fortaleza.

Mahoma, quien observaba esto y le tenía muchísimo afecto a Alí, lo llamó y le dijo: 

–Estoy muy contento con tu fortaleza y la manera en que la usas para defender y proteger a mi rebaño. Eso está bien. Pero debes recordar que, llevado por tu ira, no deberías golpear ni matar a nadie. De modo que ahora te doy una orden: conserva tu imagen como protector del rebaño y, cuando sea necesario, golpea a los demás para proteger a los débiles e indefensos; pero nunca golpees a nadie impulsado por la ira.

Por supuesto, Alí aceptó esta orden y decidió hacer todo lo posible para obedecerla. Pero pronto descubrió que le era casi imposible proteger a otros sin enojarse. Y debido a que estaba tan determinado a obedecer a su Señor Mahoma, empezó a evitar las situaciones que pudieran tentarlo a golpear a un adversario. Al principio la fama de Alí fue suficiente para tener a raya a los opositores. Pero con el paso del tiempo, los adversarios notaron que Alí no parecía ser tan vigoroso en la defensa de la comunidad de creyentes. Si alguien arrojaba una piedra a uno de aquéllos, Alí lo dejaba salirse con la suya. Lentamente los adversarios empezaron a volverse más agresivos. Descubrieron que, si bien Alí les gritaba y los amenazaba, parecía reacio a levantar realmente su mano contra ellos como solía hacerlo. Estaban asombrados por esta extraña actitud de Alí y al final averiguaron acerca de la orden de Mahoma.

Hubo júbilo en el campamento de los adversarios cuando se enteraron de la orden de Mahoma, pues supieron que no había nadie que se les opusiera. Decidieron aprovechar esta situación e inmediatamente desafiaron a los seguidores de Mahoma. Lo que sugirieron fue que cada campamento enviara un paladín para combatir representándolos con el fin de resolver la disputa de una vez por todas. 

–Si gana nuestro paladín, entonces sabremos que Mahoma es falso, y todos ustedes deberán dejar de seguirlo. Si gana el paladín de ustedes, entonces bajaremos la cabeza, y creeremos y tendremos fe en Mahoma.

Los seguidores de Mahoma no tuvieron otra opción que la de aceptar el desafío, pero hubo un alboroto entre ellos. ¿Quién iba a ser su paladín? Aparte de Alí, en el campamento de ellos no había nadie que pudiera enfrentar a cualquier paladín que los adversarios presentaran. Sin Alí estaban condenados a una derrota segura. La única solución era convencer a Alí para que peleara. Todos ellos fueron a pedirle a Alí que peleara, pero él replicó: 

–El Profeta me ha obligado a no pelear cuando yo esté colérico, y si no lo estoy, ¿cómo podré pelear hasta el final? No quiero dejar de cumplir una orden del Profeta.

–Sin embargo, esto es cuestión de defender la fe. Debemos contar con alguien que acepte el desafío de ellos. –Y finalmente persuadieron a Alí para que fuera su paladín.

Ahora bien, se había fijado el día del combate y, como se acostumbraba, combatirían a muerte. Llegó el día y aquello parecía una feria gigantesca. Habían venido todos los de ambos campamentos a ver el combate. Los adversarios se asustaron cuando vieron a Alí. Nunca habían pensado que Alí pelearía, y sabían que el paladín de ellos no tenía posibilidades contra Alí. Sin embargo ahora no podían echarse atrás y tenían que seguir adelante.

Empezó el combate y, debido a que Alí era mucho más fuerte, fue no solamente capaz de defenderse sino también de desarmar a su contrincante e inmovilizarlo sin siquiera enojarse. Alí se sentó sobre el pecho de su adversario y se dispuso a clavarle su daga y matarlo. El adversario sabía que estaba totalmente perdido, pero recordó la orden de Mahoma, y entonces resolvió hacer que Alí montara en cólera: sólo entonces podría salvarse. Escupió a Alí, pero éste se limitó a sonreír y alzar su daga.

Entonces empezó a injuriar a Mahoma utilizando el lenguaje más ofensivo posible. Alí se encolerizó inmediatamente, y llevado por su ira, casi hundió su daga en la garganta de aquel hombre, pero en el último momento se controló y clavó su daga en el suelo. El Profeta le había dicho que, impulsado por la ira, no debía golpear a otro, de modo que Alí se incorporó y abandonó el combate. Eso significaba que había perdido, pero obedecer la orden de Mahoma era más importante que ganar o perder.

La muchedumbre quedó estupefacta al ver esto. Apenas podía creer lo que estaba sucediendo. “Si lo que Alí quiere es perderlo todo solamente para obedecer una orden de Mahoma, entonces Mahoma no debe ser un hombre común y corriente. Solamente el Profeta podría imponer semejante respeto y obediencia fuera de lo común.” Esto fue lo que pensaron los de aquella multitud, y quedaron tan impresionados con lo que vieron que, en lugar de hacer que los seguidores de Mahoma se atuvieran a las condiciones del desafío, se convirtieron en seguidores por propia decisión.

Aquél no fue realmente un combate entre dos paladines sino un combate dentro de Alí entre su fortaleza física y su tendencia a encolerizarse. Él se enojó durante la pelea, pero obedeció a su Señor y no expresó su ira. Él venció a su debilidad. Baba nos ha dicho que una batalla puede entablarse y ganarse, pero uno queda atado en el momento en que se encoleriza.

Hay otro buen ejemplo de lo que es la ira, y lo dio el Maestro Perfecto Ramakrishna. Él era oriundo de una región de Calcuta, y el Ganges corría junto a su ashram. Un día Ramakrishna estaba parado junto al río con sus discípulos, y señalando un bote que se desplazaba corriente arriba, contó esta parábola sobre la ira.

El botero que va remando corriente arriba ve a otro bote que se desplaza corriente abajo hacia él. Le grita: “¡Eh, cuidado! ¡Cambia de rumbo, cuidado!”. Pero el bote sigue desplazándose velozmente hacia él y, cuando se acerca, ve que en ese bote no hay nadie. ¿Ahora va a seguir gritándole al bote para que cambie de rumbo? No, sencillamente va a cambiar su propio rumbo y bordear el bote que se le viene encima. Ramakrishna dijo: 

–Quien se encoleriza se parece a un barco sin capitán. Cuando vean que el capitán no está, aléjense. No se queden gritándole al barco con furia. Háganse a un lado. De lo contrario ni uno ni otro barco tienen capitán.

Nuestro carácter es tal que nos enojamos. Pero entonces traten de controlarlo, traten de dominarlo. Es natural que sientan ira, pero traten de controlar su expresión. Traten de ser razonables y tranquilos, y no generen odio. Si han de montar en cólera y gritarle a alguien, entonces inmediatamente después acérquense a esa persona y discúlpense. Cuando nos ponemos furiosos con alguien o discutimos por algo tendemos a alejarnos de esa persona y a no relacionarnos con ella incluso después de habernos tranquilizado. Pero eso no está bien. Aunque ustedes hayan cerrado la puerta, por lo menos dejen una ventana abierta. De lo contrario toda la relación se estanca y se echa a perder.

Lo mejor es ir a ver al otro y decirle: “Perdóname”. Aunque haya sido el otro el primero en montar en cólera, y aun sabiendo esto, díganle: “Por favor, perdóname. Perdí la paciencia. Perdóname. No está bien que yo haya hecho eso”.

Tal vez se trate de su padre. Pídanle que los perdone. Seguramente se derretirá como manteca. Lo importante es que uno se vuelva como un niño. Uno tiene que volverse pequeño. Tiene que borrarse. Hemos cruzado la etapa animal en la que nos hacemos valer y ahora somos humanos. Entonces ahora hemos llegado a la etapa en la que desaparecemos. Pero no es usual que permanezcamos todo el tiempo humildes, amorosos y bondadosos con todos. Cada tanto podemos explotar. Esto es natural. Aunque tratemos de controlar y evitar expresar nuestra ira, invariablemente llegará la hora en la que no podremos hacerlo y estallaremos. Pero cuando nos hayamos calmado, debemos ir a pedir perdón. Eso es lo que se espera de un ser humano. 


Encuentro en Honolulu
Complaciendo a Baba