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Viajando con Baba

Viajando con Baba

Viajando con Baba

Muchas veces todos ustedes me han oído contar anécdotas sobre los trenes. No sé por qué es así, pero muy a menudo mi recuerdo de Baba se relaciona con los trenes. Quién sabe qué trabajo estaba haciendo Baba con los trenes, pero lo bueno es que ahora, cada vez que uno sube a un tren, puede pensar: “Baba viajó en trenes por toda la India, y tal vez también viajó en éste”. Piensen en todos esos millones de personas que, sin saberlo, están ahora recibiendo el darshan de Baba todos los días viajando en trenes en los que Baba podría haber viajado en determinado momento. Por supuesto, este es un darshan del que uno no se da cuenta y que es inconsciente. Pero es consciente en aquellos que aman a Baba.

Esto es a lo que Baba se refiere cuando dice que todo en la Creación debería ser un constante recordatorio del Creador. En casi todo lo que ustedes hagan pueden pensar que, en algún momento de este Advenimiento, Baba compartió también esa experiencia. Esa es la fuerza de su advenimiento en persona, del Avatar. Asumiendo la forma humana y viviendo tan enteramente como un ser humano, es fácil asociar todo lo que hacemos en nuestra vida diaria con Baba, porque Baba también compartió la experiencia humana.

Pero acabo de desviarme del tema central y, por así decirlo, de bajar del tren, y estoy deambulando dentro de la estación. Y antes de abordarlo nuevamente, permítanme decirles algo sobre viajar con Baba. Yo no podría responderles si ustedes me preguntaran cuál era el transporte favorito de Baba. Baba viajaba en tren, volaba en aviones, y se desplazaba en barcos, en carretas tiradas por bueyes y en autos. Recorría a pie grandes distancias, lo transportaban en botes de remo y en canoas, e iba montado en camellos, elefantes y burros. 

Sin embargo, por mi experiencia con Baba puedo decirles una cosa y es que nunca le gustó viajar confortablemente. De cualquier manera que viajáramos con Baba, siempre estábamos incómodos. Cuando viajábamos en tren, casi siempre lo hacíamos en tercera clase, especialmente en los primeros años. Por lo que los oigo decir, ustedes piensan que incluso puede ser difícil viajar en un tren de primera clase, pero créanme que, en aquellos tiempos, viajar en tercera clase era una lucha constante. Primero había que luchar para subir al tren. Y una vez que uno estaba adentro, tenía que luchar para conseguir un lugar para sentarse y un lugar para depositar el equipaje. Y finalmente, una vez que se conseguía eso, había que estar constantemente de guardia para que nadie nos robara el espacio. En cada estación había que pelear para impedir que otros nos invadieran el lugar y nos atropellaran.

Por supuesto, esta tarea era para nosotros más seria que para los demás porque no estábamos peleando por nosotros sino para proteger el cuerpo físico del Dios-Hombre, Meher Baba. Por este motivo nos resultaba tan tremendo viajar en tren con Baba porque nuestra inquietud constante era si seríamos capaces de llevarlo o no en tren sin dificultades. No nos preocupábamos por nosotros. Éramos jóvenes y fuertes, y podíamos tolerar lo que viniera. Pero teníamos que encargarnos del confort físico de Baba, y esto solía ser para nosotros una especie de tortura porque nunca sabíamos si seríamos capaces o no de protegerlo adecuadamente.

Y por alguna razón, Baba parecía viajar más cuando en todas las estaciones de trenes de la India había carteles que decían: “Viaje solamente cuando sea imprescindible hacerlo”. Durante todos los años de la guerra, cuando los trenes estaban siempre atestados y casi todos los vagones se reservaban para los militares, nosotros viajábamos por toda la India. Después de la división del país, cuando los trenes tenían montones de cadáveres y no era seguro ir a ninguna parte, nosotros viajábamos por todos lados. Nuevamente ignoro por qué era esto, si Baba viajaba tanto por la situación o si sólo era una coincidencia que nosotros viajáramos más cuando la situación era peor para viajar.

No se trataba de que el solo hecho de viajar en tren fuera difícil. Creo que algunos de ustedes me han oído contarles sobre la época en la que acabábamos de completar un largo y arduo viaje en tren. Estábamos completamente agotados, como de costumbre. Pues hasta cuando lográbamos encontrar un espacio en el tren y nos sentábamos cómodos en su interior, no podíamos relajarnos completamente. Baba nunca quería que durmiéramos cuando estábamos viajando con él. 

–No dormiten –nos decía con ademanes–. No dormiten y ni siquiera cierren los ojos.

A veces hacía mucho calor y nuestros viajes en tren no eran asuntos de dos o tres horas. Recorríamos largas distancias, lo cual significa que estaríamos en el tren durante horas, pero a Baba le gustaba que permaneciéramos siempre despiertos y vigilantes. Eso no era tan malo para mí porque era joven. Pero se volvía difícil para Gustadji, Baidul y algunos de más edad. Especialmente en verano, cuando hacía mucho calor, y habíamos estado sentados durante horas y horas, el tren, al mecerse, nos volvía somnolientos y nos amodorraba.

Baba se acostaba. No del todo, pero nosotros le hacíamos un lugar en el asiento y él de algún modo se hacía un ovillo y se acostaba con un pañuelo sobre la cara. 

–No dormiten, permanezcan despiertos –nos decía con ademanes y se acostaba, y nosotros teníamos que sentarnos ahí y tratar de quedarnos despiertos. Pobre Gustadji, con ese calor el solo hecho de tener abiertos los ojos durante tanto tiempo solía irritárselos, y tenía que empapar en agua un pañuelo y ponérselo sobre los ojos para aliviarlos un poco.

Entonces, tras un largo y agotador viaje en tren, regresábamos a Bombay, y ya estábamos viajando de vuelta en auto a Meherazad. Creo que el chofer de Meherji era el que conducía el auto, pero no me acuerdo. Al final todos estábamos regresando a casa después de este arduo viaje. Sería una exageración decir que era mucho mejor en auto, pues en este estábamos habitualmente cuatro de nosotros, y a veces hasta cinco, apretujados en el asiento trasero, que podía tener cómodas solamente a tres personas.

¿Y, en primer lugar, por qué estábamos en un auto? No porque Baba lo prefiriera, sino porque sus amantes se interesaban en la comodidad de Baba. No les gustaba pensar que su Señor caminara por toda la India, viajara en trenes de tercera clase o sufriera el traqueteo de una carreta tirada por bueyes. En ese entonces, por el amor que le tenían a su Amado, compraron un auto y se lo regalaron a Baba para que lo usara. Y debido al amor de ellos, Baba lo aceptó. Les digo que todo esto se debe al amor. Todas las cosas son por causa del amor. Lo bueno y lo malo, todo es a causa del amor. 

Sea como fuere, debido al amor que ellos sentían por el Señor, y debido al Amor de él hacia sus amantes, sucedió que el Señor estaba en un auto que iba a Meherazad. Por supuesto, ellos habían conseguido el auto para Baba pensando que él estaría más cómodo de esa manera. Tal vez lo estaba, pero el resto de nosotros ciertamente no lo estábamos porque Baba tenía la costumbre de meter dentro del auto a cuantos de nosotros podía.

Naturalmente, no nos gustaba apiñarnos junto a Baba, y por eso el chofer y Baba estaban adelante, y a veces otro de los mándalis, quienes siempre procuraban ocupar el menor espacio posible para no apretujarse contra Baba. Pero en el asiento de atrás solíamos estar apretados como sardinas, y éramos fornidos, parecíamos luchadores, no como el pobre Bal Natu que ustedes ven ahí. Y lo que empeoraba esto era que a Baba nunca le gustaban las corrientes de aire, de modo que debíamos tener todas las ventanillas cerradas. El calor era tanto y la ventilación tan poca que no se podía respirar.

¿Por qué teníamos que estar así? Todavía no lo sé. Nunca sabré por qué Baba no podía ubicar solamente a tres personas en la parte de atrás. Si él hubiera querido llevar más gente, ¿por qué no permitió que sus amantes le regalaran otro auto? No lo sé. Lo único que sé es que esta era la costumbre de Baba. Tal vez se sentía cómodo en la incomodidad. Sea como fuere, viajábamos hacia Meherazad después de un largo y agotador viaje en tren, y el auto estaba incluso más atestado que de costumbre. Pues no sólo tenía que llevarnos a todos nosotros sino también nuestras muchas pertenencias. Y hacía tanto calor y la ventilación era tan poca, y estábamos tan cansados que una carreta tirada por bueyes era un lujo para nosotros. 

Y mientras viajábamos pasamos frente a un anciano que caminaba por la carretera con un gran fardo al hombro. Baba hizo detener el auto. 

–Háganlo subir –dijo con ademanes. 

–No hay lugar, Baba –protesté, pero supe que no había remedio. Baba tenía siempre en su corazón un sitio especialmente blando para los ancianos venerables. Y este anciano caminando por la carretera tenía una larga barba blanca y era precisamente la clase de persona a la que Baba era afecto. Entonces supe que no importaba mucho lo que yo dijera, pero aun así le espeté–: Pero Baba, no hay lugar. ¿Dónde se va a sentar?

Baba me dijo con un gesto que detrás había mucho lugar con nosotros e insistió en que lo hiciéramos subir. ¿Y qué podíamos hacer? Bajé del auto, me encaminé hacia el hombre, y le pregunté adónde iba y si le importaba ir en nuestro auto. El anciano quedó encantado. Cargué en mi espalda ese fardo enorme y lo llevé hasta el auto. Entonces apenas había lugar para que yo me sentara como antes dentro del auto; yo había estado sentado en el borde mismo del asiento cerca de la puerta. Pero abrí la puerta y el anciano se sentó muy agradecido en el sitio en el que yo había estado sentado. Yo no veía cómo iba a poder volver a meterme en el auto. Y todavía me quedaba ese fardo enorme.

En el techo del auto no había lugar para el fardo, y tampoco en el asiento en el baúl, porque ya estaba sobrecargado con nuestro equipaje. ¿Entonces qué había que hacer? Me pareció que esto era el colmo. Si Baba quería intentar meter una persona más dentro del auto, estaba en su derecho, pero yo no me daba cuenta de por qué Baba insistía en recoger a alguien que llevaba consigo ese gran fardo.

Entonces le dije: 

–Baba, ¿qué hacemos con este fardo? No hay lugar.

–Ponlo detrás contigo –me dijo impacientemente con un ademán. Entonces agarré el fardo y mediante fuerza bruta lo apreté dentro. Ahora no quedaba ni una pulgada de espacio. Entonces cerré la puerta de golpe y le dije:

–Muy bien, Baba, ahora está todo adentro. Vamos, yo caminaré. –Y me alejé maldiciendo.

Todo esto había acabado hastiándome por completo. Si Baba quería atestar el auto, eso estaba muy bien, pero yo no veía por qué tenía que aguantarlo; pensé que era más cómodo caminar toda esa distancia que viajar más adelante en ese auto lleno hasta el tope. Por supuesto, Baba se enojó y me ordenó que regresara. Me retorció la oreja y me dijo que subiera al auto. Baba me indicó que yo debía sentarme con él en el asiento de adelante, de modo que subí y partimos.

Baba era siempre compasivo con nosotros; les daba lugar a nuestros humores, y nos dejaba expresarlos. Pero después de estos pequeños estallidos esperaba que rápidamente retomáramos la cordura para seguir viviendo como hombres libres y no como esclavos de los cambios de humores: hombres que se han convertido en libres a partir del ejercicio del libre albedrío de convertirse en esclavos a sus pies. Y además, Baba nos ayudaba a volver a entrar en razones mediante pequeños gestos amables, como hacer lugar en el asiento de adelante para que yo me sentara.

Pero ahora, volviendo a estar a bordo del tren, permítanme contarles un episodio que recuerdo, el cual divirtió mucho a Baba. Viajábamos nuevamente en tren, pero sucedió que esta vez lo hacíamos en segunda clase. En aquella época, en la de los británicos y hasta poco después de eso, había cinco clases. Estaba la primera clase, para las personas muy importantes, los magnates. Estaba la segunda clase, y después la clase intermedia, entre la segunda y la tercera. Después estaba la tercera clase y, por último, la clase de los sirvientes, y por cada pasaje que uno compraba en segunda clase, recibía uno de la clase de los sirvientes.

Además, este episodio tuvo lugar después de que algunos amantes de Baba mejoraran económicamente. Nunca les gustó pensar que Baba tuviera que sufrir los rigores del viaje de tercera clase, de modo que a veces lo convencían de viajar en segunda clase. En esta ocasión Baba, yo y otro de los mándalis estábamos viajando en segunda clase. Y los mándalis restantes, que estaban con nosotros, se hallaban en la clase de los sirvientes. Nosotros estábamos en un compartimento para cuatro personas. Durante el día viajaban más personas apretadas en los asientos, pero a la noche los asientos se convertían en cuatro literas y entonces sólo cabíamos cuatro de nosotros. Como les dije, en el compartimento para cuatro personas estábamos nosotros tres y un extraño. 

Era entrada la noche cuando cerramos con pestillo la puerta del compartimento del tren para que nadie pudiera entrar, habíamos apagado las luces y estábamos “durmiendo”. Por supuesto, en realidad no podíamos dormir, pero en cualquier caso, estábamos descansando. Cuando viajábamos con Baba, siempre le gustaba tener encendida la luz del compartimento durante la noche, pero por consideración al extraño que estaba con nosotros, Baba permitió que la apagáramos. Pero todavía teníamos que permanecer alerta y preparados en caso de que Baba nos necesitara para cualquier cosa.

Ahora bien, sucedió que, en una de las estaciones, alguien debió haber extendido la mano por una ventanilla abierta y quitó el pestillo de modo que pudo abrir la puerta, y alguien entró en nuestro compartimento un rato después. Yo empecé a gritarle: 

–¿Qué está haciendo? Todas las literas están ocupadas. Aquí no hay lugar, váyase. –No sé lo que dije, pero en esencia fue que todas las literas estaban ocupadas y que debía tratar de encontrar un lugar en otra parte. Y yo tenía todo el derecho de gritarle porque todas las literas estaban reservadas. Había que tener un pasaje para conseguir una litera, y no se permitía entrar simplemente en un compartimento como éste y tratar de encontrar una litera vacía. 

Pero cuando le grité a este intruso para que se fuera, sucedió que se despertó el extraño que estaba en nuestro compartimento, lo único que tenía puesto eran los calzoncillos porque hacía mucho calor; empezó a arengar al extraño, y eso fue todo un espectáculo. Estaba ahí parado y le decía: 

-Espera solamente que me ponga los pantalones y entonces te voy a mostrar lo que es bueno. –Siguió amenazando al extraño con pelearlo, pero durante todo ese tiempo no hizo el menor movimiento para vestirse. Lo único que le repetía era esto–: Espera solamente que me ponga los pantalones y entonces te voy a dar una paliza. –Era muy cómica y absurda la manera con la que estaba ahí parado simulando que se preparaba para darle una paliza a ese tipo y actuando como si lo único que se lo impidiera fuera el hecho de que no tenía puestos los pantalones. Todo esto divirtió mucho a Baba. Hasta el día siguiente Baba se refería a eso sonriendo: “¡Sólo espera que me ponga los pantalones y entonces vas a ver!”

Esto me recuerda otro episodio divertido relacionado con los trenes y los gitanos. ¿Sabían ustedes que a los gitanos siempre se les permitía viajar gratis? ¿Y que nunca estaban obligados a tener pasajes? Yo tampoco llegué a saberlo hasta que una vez, durante la Nueva Vida, nos confundieron con gitanos, y entonces el inspector nos dejó ir sin intentar recoger los pasajes. Fue entonces que por primera vez me enteré de que los gitanos nunca tenían que pagar.

Por supuesto, habíamos visto muchas veces a gitanos que viajaban en los trenes. De hecho, cuando estábamos en el andén, si venía un grupo de gitanos, solíamos mascullar y pensar por dentro que sería mejor perder ese tren y viajar en el siguiente, que tener que viajar junto a ellos. Los trenes podían estar abarrotados, pero esto no era nada comparado con cómo se abarrotaban cuando una banda de gitanos con todos sus animales y pertenencias invadía un compartimento. Entonces todas las veces que veíamos gitanos de viaje, tratábamos de evitarlos. 

Habitualmente éramos sólo un grupo pequeño cuando viajábamos. Durante la Nueva Vida, ¿cuántos seríamos, veinte o veintiuno contando a Baba?, pero en nuestras expediciones en busca de masts, habitualmente éramos cuatro o cinco los que viajábamos con Baba. A veces estábamos Baidul, Gustadji, Kaka, Donkin y yo; eso variaba. En ocasiones nos acompañaba Chhagan, o Baba traía a Nariman o Meherji solamente para mostrarles cómo era. En diferentes épocas eran otros los que venían con nosotros, pero habitualmente, en cualquier época, no habría más de cuatro o cinco de nosotros viajando con Baba.

Y muy a menudo, todas las veces que viajábamos con Baba, Vishnu se quedaba para encargarse de hacer las compras para las mujeres. Él también tenía otra obligación: su trabajo consistía en enviarle cada día un telegrama a Baba contándole si sucedía algo importante. Antes de irnos, Baba se encargaba de que Vishnu recibiera el itinerario de adónde iríamos y en qué fechas era de esperar que estuviéramos en cada lugar.

Ahora bien, puesto que íbamos a la caza de masts, nunca sabíamos con exactitud dónde estaríamos. Por ejemplo, sabíamos que podríamos estar viajando hacia Miraj y que pararíamos allí para buscar un mast, pero no sabíamos exactamente si lo encontraríamos. Entonces, cuando digo que Vishnu sabía cómo ubicarnos en todo momento, lo que quiero decir es que Vishnu conocía toda la ruta por la que viajaríamos, en qué grandes ciudades nos detendríamos y por cuáles estaciones ferroviarias pasaríamos a lo largo del camino.

En aquella época se podía enviar un telegrama con el jefe del correo o el jefe de la estación ferroviaria, teniendo la seguridad de que llegaría allí. Entonces, en caso de que Vishnu necesitara avisarle algo a Baba, podía hacerlo. Y aunque realmente no hubiera novedades, se suponía que Vishnu terminaría el telegrama diciendo: “Está todo bien”. Y él lo hacía así. Vishnu enviaba fielmente los telegramas al jefe del correo o al jefe de la estación ferroviaria a lo largo de nuestro trayecto. Todas las veces que nos deteníamos en una ciudad, Baba nos mandaba a buscar el telegrama de Vishnu.

Este episodio que recuerdo sucedió en la estación ferroviaria. En los andenes de las estaciones solía haber carteleras al lado de la puerta del jefe de estación, tenían pequeñas puertas de vidrio y los telegramas se fijaban en la cartelera. Uno podía mirar a través del vidrio, ver si tenía algún telegrama y, si lo había, abría la puertita y lo retiraba.

Recuerdo que un día estábamos de viaje y llegamos a una gran estación; entonces Baba me mandó a recoger el telegrama de Vishnu. Fui, pero en la cartelera no había telegramas con nuestro nombre. Baba me dijo: 

–¿Estás seguro? Será mejor que lo verifiques otra vez.

–Sí, Baba, estoy seguro. No hay telegramas.

–Pero tiene que haber un telegrama. Acércate al jefe de la estación y averigua qué le sucedió a nuestro telegrama.

Baba sabía que Vishnu debía haber cablegrafiado. Él cablegrafiaba siempre. Y en aquella época, si uno enviaba un telegrama, sabía que ese mismo día llegaría a destino. Hoy se puede enviar un telegrama y puede tardar días en llegar, o no llegar nunca. Pero en ese entonces el servicio era tan bueno que Baba sabía que alguien había retirado nuestro telegrama; no se trataba de que no hubiera llegado.

Entonces fui a ver al jefe de la estación y le hice un planteo por el telegrama. Le dije que nosotros sabíamos que el telegrama había sido enviado y que debía estar esperándonos, y que era de vital importancia que lo recibiéramos. Fue todo un espectáculo. ¿Después de todo qué diría el telegrama sino “Está todo bien”? Yo sabía eso, pero Baba quería el telegrama, y no era probable que el jefe de la estación nos ayudara a menos que yo le hiciera este planteo. Así era nuestra vida con Baba, efectuar planteos y actuaciones.

Convencí al jefe de la estación de que el telegrama era importante, y estuvo de acuerdo en revisar el pedido. Vean, ellos solían tener un libro grande en el que se dejaba constancia de cada telegrama que la estación recibía. Entonces el jefe de la estación controló el libro y, por supuesto, estaba escrito que había llegado un telegrama para M. S. Irani. 

–Es ése –le dije–, ése es mi telegrama. ¿Dónde está?

El jefe de la estación estaba seguro de que debía de estar en la cartelera, pero yo le aseguré que no estaba ahí. Él no lo podía entender, y lo consultó con el hombre que en la estación tenía la responsabilidad de recibir los telegramas y exhibirlos.

–Ah sí –dijo el hombre–. Yo exhibí ese telegrama, pero lo reclamaron.

–¿Lo reclamaron? ¿Qué quiere decir usted con que lo reclamaron? Los únicos que llegamos fuimos nosotros, ¿y entonces cómo pudimos reclamarlo antes?

–No, no fueron ustedes, sino aquí hay muchos que se llaman Irani y uno de ellos debe haberlo reclamado.

–¿Muchos Irani? –le pregunté. No recuerdo dónde estábamos exactamente, pero sé que no era en una zona en la que pudiéramos hallar muchos zoroastrianos. Irani es un apellido común entre los zoroastrianos, pero no es para nada común entre los hindúes o los musulmanes, de modo que quedé perplejo cuando el telegrafista dijo que en esa estación había muchos de apellido Irani. Pero resultó que ahí había un grupo de gitanos que se hacían llamar Irani. En aquella época los gitanos acostumbraban a tener sus campamentos cerca de las vías. 

–Es probable que uno de ellos haya retirado el telegrama –me dijo el telegrafista.

Le expliqué todo esto a Baba, quien me recalcó que yo debía conseguir el telegrama, que era muy importante y que él debía tenerlo. Entonces Baba y yo nos acercamos al campamento de los gitanos. Por supuesto, ni bien entramos, fue todo un tamasha (espectáculo), todos los perros empezaron a ladrar, las mujeres y los niños nos rodearon, y hubo un gran alboroto. Baba estaba a mi lado, y me ordenó:

–Consigue el telegrama. –Y yo empecé a decir que alguien de ahí se había llevado el telegrama. Los gitanos no hablaban el mismo idioma que nosotros. Sólo sabían unas pocas palabras, de modo que la comunicación fue difícil. Y en cualquier caso desconfiaban muchísimo de los extraños; pude percibir la hostilidad cuando se apiñaron alrededor de mí. Pero yo seguí insistiendo que uno de ellos se había llevado mi telegrama. El telegrama era para M. S. Irani.

Mientras les gritaba que ellos tenían mi telegrama, todas las mujeres empezaron a gritarme y los perros a ladrar; eso fue realmente todo un altercado. Y todo esto era como si habláramos en chino porque en realidad no podíamos comunicarnos. Sin embargo, cuando les dije que yo era M. S. Irani, el hombre que parecía ser el jefe se acercó, se señaló y me indicó que él era M. S. Irani. 

–No, no –le insistí–. Yo soy M. S. Irani. –Fíjense que yo tuve que simular que ese telegrama era mío. Yo no podía involucrar a Baba en eso. Pero todo ese tiempo Baba estaba a mi lado, insistiéndome e indicándome que era crucial que yo hiciera un planteo a fin de obtener el telegrama.

Le dije:

–Yo soy M. S. Irani, y el telegrama es mío. 

Pero el jefe de los gitanos me dijo: 

–Yo soy M. S. Irani. Telegrama mío.

Durante un rato sólo seguimos insistiendo que nosotros dos éramos M. S. Irani, pero al final conseguí hacerles creer que el telegrama era mío porque les dije de dónde lo habían enviado. Ahora no me acuerdo, pero tengo un vago recuerdo de que provenía de Satara y que las mujeres, Vishnu y los demás estaban viviendo en esa época en Satara. Entonces les dije: 

–¿Conocen a alguien en Satara? El telegrama es para mí.

Esa fue la escena, fue realmente un espectáculo presenciarla, y fue muy graciosa: el campamento de los gitanos, los perros, los niños, las carpas, y las mujeres con sus saris vistosos y todas sus bisuterías. ¿Alguna vez han visto a las gitanas con todas las bisuterías que usan? ¿Y todas gritando a viva voz? Pero finalmente convencí al jefe de que el telegrama me pertenecía, y él me lo dio. Baba se alegró muchísimo porque al final conseguimos el telegrama.

Por supuesto, todo lo que el telegrama decía era: “Está todo bien”, pero por alguna razón Baba ansiaba recibir ese telegrama especial de Vishnu y lo conseguimos. Recordaré eso para siempre.


Meditación
El episodio de Guruprasad