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Intimidad

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Intimidad

Puedo recordar dos momentos muy íntimos con Meher Baba. Uno ocurrió un día a la hora del almuerzo. Todos los otros mándalis se habían ido a comer. Durante largo tiempo yo tuve la costumbre de no almorzar, y esto resultó ser muy útil pues me daba más tiempo para mi trabajo con Baba. En esta ocasión en particular Baba estaba sentado en la sala, y yo estaba de pie, en mi lugar habitual, frente a él. Con un ademán Baba me indicó que trajera una silla. Lo hice y gesticuló para que la pusiera cerca de su silla.

Pensé que Baba debía estar cansado de sentarse en su silla. Esto fue después del accidente y la cintura de Baba le producía mucho dolor. Pensé que Baba quería que cambiáramos de sillas por un rato. Pero cuando me acerqué para ayudarlo, me dijo con un gesto:

–No, siéntate tú. –Entonces me senté ahí, cerca de la silla de Baba, mirándolo. No intercambiamos palabras. Simplemente yo estaba sentado mirándolo fijamente y él me miraba.

Aunque pasaba tanto tiempo con Baba, casi nunca tenía la oportunidad de simplemente mirarlo. Yo estaba siempre demasiado ocupado. Hasta cuando lo miraba, habitualmente yo tenía que concentrarme muy firmemente en sus dedos, al principio para leer la tabla alfabética, y después para leer sus gestos. Miraba su cara para captar las vivaces expresiones que se cruzaban por ella con increíble velocidad, para poder conocer la inflexión correcta y así verbalizarla, pero nunca tuve ocasión de tan sólo contemplar a Baba de esta manera.

Entonces me senté en silencio observando a Baba, y él se sentó en silencio mirándome fijamente. Y descubrí que unas lágrimas frías corrían por mis mejillas. No hubo palabras, pero eso sigue siendo uno de mis atesorados recuerdos del tiempo que estuve con Baba.

Otro momento íntimo ocurrió cuando yo estaba viviendo en la costa, al sur de Bombay. Fue en 1949, después de la Gran Reclusión y antes de la Nueva Vida. Baba había necesitado un corto período de relajación, y las mujeres y yo habíamos ido con él a una casa apartada, situada en la costa. Un día fuimos todos a nadar. Había un aislado trecho de la playa al que las mujeres solían ir. Baba y yo caminamos en la orilla del mar y fuimos a nadar solos.

Por supuesto, cuando les digo esto han de entender que Baba no sabía nadar. Pero disfrutaba las olas, y yo lo acompañaba y le enseñaba a bracear, y esta era su manera de nadar. Después me miraba y me decía con gestos: 

–¿Y qué pasa contigo? ¿No te gustaría nadar? –Ahora bien, yo había aprendido a nadar siendo jovencito, pero viviendo con Baba nunca tuve la oportunidad de nadar. Entonces Baba me dijo que fuera yo solo y disfrutara. Y lo hice. Salí a nadar un buen trecho durante unos minutos y luego Baba me llamó y me reuní con él en la playa.

Baba me indicó que les gritara a las mujeres diciéndoles que nos íbamos y que ellas deberían quedarse hasta que estuvieran listas para irse y luego regresarían solas a la casa. Entretanto Baba quiso entrar en el pueblo para tomar contacto con un mast que vivía ahí. Entonces fui hacia donde las mujeres estaban nadando y les grité hasta llamarles la atención, y luego les transmití lentamente las instrucciones de Baba. Ellas me contestaron con señas que me habían oído y entendido, y después me reuní con Baba y empezamos a caminar por la costa hasta el pueblo.

Desde la costa podíamos ver el pueblo, pero entre nosotros había un remanso, una zona en la que la marea formaba una especie de riachuelo que teníamos que cruzar. Sin embargo, la opción consistía en que hiciéramos un largo rodeo para evitar el agua y luego nos acercáramos al pueblo. Baba sugirió que tomáramos el camino más corto. Había unos chicos, hijos de los pescadores del lugar, quienes estaban jugando en el agua. Allí también había dos canoas, en realidad troncos toscamente ahuecados para formar unas canoas rudimentarias, y Baba me indicó con un ademán que podíamos subir a una de ellas y así cruzar la corriente.

El plan no me gustó. Yo sabía cómo estas canoas tendían a volcarse, y el agua estaba sucia. Ustedes saben cómo son los remansos, están llenos de suciedad, y pensé que era demasiado peligroso intentar cruzarlo. Pero Baba gesticuló que la otra sería una caminata tan larga y el sol estaba tan abrasador, que sería mejor cruzar de esta manera. Baba me señaló a los chicos: 

–Mira, ellos están cruzando. Ellos nos trasladarán.

–Baba, no podemos confiar en estos sabandijas. Y esas canoas son muy inestables. Vuelcan fácilmente –repliqué.

Pero Baba insistió asegurándome que todo saldría bien. Entonces nos acercamos, hablamos con los chicos y les preguntamos si podrían cruzarnos. Nos dijeron que sí, pero yo les dije: 

–Entonces nada de travesuras –y les recalqué lo cuidadosos que tenían que ser. Les prometí una buena propina si nos cruzaban sin inconvenientes, y ellos me prometieron que lo harían; sin embargo, yo aún recelaba de todo el asunto.

Los chicos trajeron la canoa hasta la orilla y Baba fue el primero en subir. Ni bien puso un pie en ella, la canoa empezó a tambalearse de un lado al otro, y yo le dije: 

–Baba, mira que no es segura. Caminemos. –Pero Baba dio ágilmente unos pasos y se sentó, diciéndome con un ademán que no habría problemas. Yo llevaba la cartera que siempre tenía conmigo cuando viajaba con Baba. Contenía dos botellas de agua, otro par de chappals, jabón, la tabla alfabética y un paño. Era una especie de botiquín de emergencia que yo llevaba porque nunca se sabía cuándo podría romperse una correa de una de las sandalias de Baba, o cuándo en algún lugar no dispondríamos de agua potable. Subí a la canoa, la cual volvió a tambalearse, pero conseguí sentarme y entonces los chicos la empujaron a través del agua.

Eran dos los chicos que nos llevaban. La canoa no era suficientemente grande para que ellos se sentaran con nosotros. Nadaban a los costados, uno delante y el otro detrás, e iban empujándonos. Todo marchaba bien hasta que algunos compañeros de juegos los divisaron. Esta parecía una oportunidad que no podían desaprovechar, de modo que nadaron hacia allí y empezaron a hacer travesuras. Uno de los chicos se sumergió y tiró de las piernas del que nos estaba guiando y lo sumergió. Pero cuando el chico se fue hacia abajo, puesto que estaba sosteniéndose de la canoa, también le dio un tirón hacia abajo y la inestable canoa se dio vuelta, arrojándonos y haciéndonos caer en el agua.

Ambos nos sumergimos y el agua estaba tan sucia y oscura que perdí de vista a Baba. Yo no podía ver nada, empecé a bracear con desesperación, y afortunadamente palpé el brazo de Baba. Lo agarré y, sosteniendo todavía el maletín, me hundí hasta el fondo y comprendí que sería difícil sacar a Baba a la superficie con la cartera estorbándome; entonces me dejé hundir hasta el fondo y luego me impulsé fuertemente con las piernas, salí disparado hacia arriba y me abrí paso hasta la superficie.

Sujeté a Baba lo mejor que pude y le dije que braceara como ya le había enseñado, y entonces empezamos a nadar hacia la otra orilla. Al final, con mucho esfuerzo alcanzamos la ribera y pisamos tierra firme. Ambos estábamos cubiertos de suciedad. No había nadie cerca, pero estábamos en las afueras del pueblo y yo no quería que la gente viera a Baba en esas condiciones. Entonces caminamos un poco hacia el pueblo y encontramos un lindo sitio apartado, detrás de un edificio en ruinas, e hice sentar a Baba debajo de un árbol que había allí. Baba me dijo que regresara a nuestra casa y le trajera alguna ropa limpia. Yo no quería dejarlo solo, pero no tenía opción. Le dije: 

–Quédate ahora aquí y no te muevas hasta que yo regrese. –Me indicó que no habría problema y que yo debía ir a buscar la ropa.

Entonces dejé a Baba y corrí de vuelta a la casa. En muchos años, esta fue la primera vez que yo había dejado a Baba completamente solo. Corrí todo el camino de vuelta hasta la casa, por el trecho largo, y descubrí que las mujeres todavía no habían llegado y la puerta estaba cerrada con llave. Yo no podía perder tiempo, por lo que forcé la puerta del baño, conseguí algunas prendas limpias para Baba, y luego corrí todo el trayecto hacia él. Baba estaba todavía sentado allí, distendido y feliz bajo el árbol.

Con un poco de agua limpia lo ayudé a bañarse y cambiarse con ropa nueva. Luego Baba salió para tomar contacto con el mast. Como siempre, Baba tomó contacto con el mast en privado, y yo esperé a corta distancia. Cuando Baba aplaudió me acerqué a él y pude darme cuenta enseguida que el contacto había sido bueno. Baba nunca estaba más feliz que cuando tenía un buen contacto con un mast. Hasta su manera de caminar era diferente. Había algo triunfal en los largos pasos que daba después de un exitoso contacto con un mast. Alrededor de él había un resplandor y una felicidad sin igual. Entonces yo me alegré muchísimo, y empezamos a caminar de vuelta hacia la casa.

Un rato después Baba se detuvo y me miró con una sonrisa en su rostro: 

–Mírate. –Hizo un gesto y su ojo me hizo un cómico guiño– ¡Estás impresentable! 

–Lo sé –respondí, pues era verdad. Baba estaba ahora espléndido con su otra ropa blanca, pero yo parecía algo salido del basural. Estaba hediondo por el remojón y todavía tenía pegados pedacitos de algas y suciedad en mi ropa y en mi cabello–. Baba, yo te dije que era muy peligroso intentar ese cruce. –Baba asintió con la cabeza y seguimos caminando.

Al rato Baba se detuvo y me comunicó esto: 

–Fue una suerte que agarraras mi mano.

–Sí –asentí–, fue mucha suerte.

Entonces Baba agregó: 

–Así como hoy me diste una mano para que yo pudiera salir de la inmundicia del arroyo, de igual manera un día acudiré para darte mi mano y sacarte de la suciedad de la ilusión.


Los diez círculos
El joyero y el ladrón