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El joyero y el ladrón

El joyero y el ladrón

El joyero y el ladrón

Esta es la historia que Baba nos contó personalmente. Por supuesto, su manera de contarla era única, y soy incapaz de hacerlo a su altura, pero esta es, en esencia, la historia que recogí y que ahora estoy compartiendo con todos ustedes.

Había una vez un mercader de diamantes que era muy famoso. Viajaba muchísimo por el país visitando todas las diferentes cortes y personas adineradas, e incluso otros países. No buscaba la fama ni quería llamar la atención, y entonces viajaba a pie, solo, como un hombre común y corriente. No era seguro viajar en camello porque los mercaderes ricos iban en camello, y así un camello era, para un ladrón, señal segura de que quien viajaba en él tenía algo que valía la pena robar. Pero este mercader era muy famoso, su fama se propagaba por todas partes porque él solamente comerciaba los mejores diamantes y piedras preciosas, y lo hacía con gran honradez y rectitud.

Había cierto ladrón que era igualmente famoso por sus “habilidades”. Había oído acerca del mercader de diamantes y decidió robarle las piedras preciosas. Entonces empezó a vigilarlo, estudiando sus costumbres. Averiguó la fecha exacta en la que el mercader saldría en su siguiente viaje y, esa mañana, se paró en el acceso de la ciudad.

Cuando el mercader de piedras preciosas empezó a atravesar los portales, el ladrón lo saludó y entabló una conversación informal. 

–¿Viajas a algún lugar? –le preguntó al mercader. 

–Sí, voy a tal y tal ciudad –replicó el mercader. 

–¡Qué maravillosa coincidencia! Yo voy hacia allá y me alegraría muchísimo si viajaras conmigo.

Ahora bien, el mercader de piedras preciosas no conocía al ladrón ni sabía que el ladrón sabía que llevaba piedras preciosas; entonces le dijo: 

–Indudablemente, dos son compañía, vayamos juntos. –Y entonces los dos iniciaron su viaje.

Mientras viajaban el ladrón empleó todos sus ardides para impresionar al mercader con su sencillez, confiabilidad y honradez. Y el mercader, por su parte, suponía que aquél era sencillamente un comerciante corriente. Mientras viajaban charlaban muy contentos sobre esto y aquello, y el ladrón estaba contento porque percibía que se había ganado la confianza del mercader, sin que éste sospechara que el ladrón anduviera realmente detrás de las piedras preciosas.

Llegaron a la primera parada de comercio, y cada uno se retiró después de acordar que esa noche se alojarían juntos en la posada. Después de cenar se dijeron buenas noches y se acostaron. Pronto el mercader se quedó dormido y empezó a roncar, pero el ladrón permaneció despierto y ansioso por conseguir su objetivo que eran las piedras preciosas. Lenta y silenciosamente se levantó de su cama y empezó a buscar las gemas. Revisó cuidadosamente las pertenencias del mercader, esmerándose en volver a poner todo exactamente donde lo había encontrado para que no quedaran pruebas de esa requisa, pero no encontró ninguna piedra preciosa. Revisó el saco del mercader, inspeccionó debajo de la cama y, finalmente, desesperado, deslizó silenciosamente su mano debajo de la almohada del mercader. Pero allí no había nada.

A la mañana siguiente reanudaron su viaje, mientras el ladrón seguía siendo un alegre compañero, y el mercader y ladrón eran felices juntos. Pero esa noche el ladrón volvió a quedarse despierto y buscó otra vez las gemas, pero una vez más no pudo encontrar ninguna. Pasaron los días, y cada noche, cuando el mercader dormía profundamente, el ladrón buscaba las gemas. Examinó cada recoveco e intersticio de la ropa del mercader, de su cama y de su maleta. Estaba constantemente despierto, atormentado por el hecho de que no podía encontrar las gemas. Él sabía que debían estar allí, en algún lugar, pero no podía hallarlas. Hasta tal punto que casi conocía cada puntada de la ropa del mercader, y hasta empezó a preocuparse porque quizá se había confundido y su compañero no era un mercader de piedras preciosas.

Al finalizar el viaje el ladrón estaba extenuado. No había dormido, pues había pasado todas las noches buscando las gemas del mercader, mientras éste se hallaba animadísimo. Había hecho su negocio exitosamente y ya se estaba preparando para regresar a su casa. 

–Gracias por viajar conmigo –le dijo al ladrón. 

–Has sido un buen compañero y has hecho que mi viaje fuera más agradable. Te deseo todo el éxito en lo que resta de tu viaje.

Esto fue el colmo para el ladrón quien, incapaz de contenerse más, cayó a los pies del mercader, anunciándole esto: 

–Hoy me convierto en discípulo tuyo. ¿Sabes quién soy?

–Eres mi buen compañero.

–Sí, he sido tu compañero, pero tuve un motivo para serlo. Cuando me acerqué a ti, yo sabía que eras el famoso mercader de piedras preciosas. Pero tú no me conocías a mí, que soy el famoso ladrón del país. Sin embargo, hoy me convierto en discípulo tuyo.

–¿Qué te hace decir eso? –le preguntó el mercader, sorprendido por esta extraña confesión.

–Hemos estado viajando juntos durante tres meses. Cada día haces tus negocios y cada noche te acuestas y duermes profundamente sin ponerte a pensar en el tesoro que llevas contigo. Cada día yo también atendí mis asuntos, tratando de trampear a la gente, y cada noche procuré engañarte buscando tu bolsa de gemas para poder llevármelas. Pero no las encontré nunca. ¿Dónde están? ¿Dónde escondes las gemas? Miré por todas partes, pero nunca encontré ninguna. Hoy juro que soy tu discípulo. Soy un ladrón muy famoso y reconozco que me has derrotado. Me rindo ante ti. Por favor, cuéntame ahora tu secreto. ¿Dónde ocultaste las gemas?

El mercader de piedras preciosas se rió:

–¿Pero de qué te servirá eso ahora?

–Me servirá. Por favor, te juro que no te engañaré. Te he estado engañando durante todo el viaje, pero ahora no. Por favor, dime donde las escondes.

–Dices que revisaste en todas partes y todo, ¿pero revisaste tu bolso? Cada noche, antes de acostarme, yo deslicé el tesoro dentro de tu propio bolso, sabiendo bien que si quisieras robarme no buscarías allí las gemas.

Entonces Meher Baba nos recordó que a Él –al Tesoro– lo encontraríamos dentro de nosotros mismos; que no lo encontraríamos buscando fuera de nosotros sino dentro de nosotros mismos, dentro de nuestros propios corazones.


Intimidad
Loco y mast