El suceso del nacimiento es común a toda la vida en la tierra. A diferencia de otras criaturas vivientes que nacen de manera insignificante, que viven una vida involuntaria y que mueren una muerte incierta, en los seres humanos el nacimiento físico implica una etapa importante y si prestan la debida seriedad, quizás el estadío final de su progreso evolutivo. De aquí en adelante, ellos ya no son más autómatas sino dueños de su destino, al cual pueden dar forma y moldear a voluntad. Y esto significa que los seres humanos, habiendo pasado a través del arduo trabajo de los procesos evolutivos más bajos, deberían insistir en la recompensa del Nacimiento Espiritual en esta misma vida y no descansar satisfechos con una promesa en el más allá.
El pecador y el santo parecerán ser olas, diferentes en tamaño y magnitud, en la superficie del mismo océano; un fluir natural de las fuerzas del universo, gobernado por el tiempo y la causalidad. Ni el santo tendrá premio por su condición, ni el pecador el estigma de la degradación eterna. Nadie está completamente perdido y nadie debe desesperarse.
El conocimiento de que todo tiene el mismo principio y el mismo final, con la vida en la tierra como un feliz interludio, recorrerá un largo camino para hacer de la Hermandad del Hombre una realidad en la tierra.